El mito de las grasas saturadas y la patología cardiovascular

Todavía persiste en la actualidad, tanto en la población general como en parte del personal sanitario, la creencia de que las grasas saturadas son las responsables de muchas de las patologías crónicas que nos afectan, desde enfermedades cardiovasculares, obesidad y diabetes mellitus tipo 2 hasta algunos tipos de cáncer. En este breve artículo se hace un recorrido histórico documentado desde el origen de esta creencia hasta su refutación científica actual a cargo de numerosos grupos de investigación que realizaron ensayos clínicos controlados aleatorizados y metaanálisis para esclarecer una verdad que fue ocultada y enturbiada hace más de medio siglo.

El origen

Fue en 1953 cuando Ancel Keys (Keys, 1953) correlacionó el consumo de grasas en la dieta de 6 países con las enfermedades cardiocirculatorias y las muertes ocasionadas por dicha causa. Lo que el autor omitió comentar fue que 16 de los 22 países estudiados habían sido eliminados porque no mostraban dicha correlación positiva (Yerushalmy y Hilleboe, 1957). Las consecuencias de dicha decisión todavía tienen repercusión en la actualidad.

El camino equivocado

Bajo los resultados sesgados publicados por Keys, muchos gobiernos se vieron impulsados a promover políticas de salud pública donde se preconizaba una reducción de las grasas en la dieta y un incremento de los carbohidratos (Hite et al., 2010). Por ejemplo, las metas dietéticas para la población americana, difundidas en 1977 (Select Committee on Nutrition and Human Needs of the United States Senate, 1977) y basadas en los resultados difundidos por Keys, eran la restricción de grasas saturadas, en el supuesto que estas incrementan el colesterol plasmático, sustituyéndolas por carbohidratos. El argumento era que este macronutriente tiene una menor densidad calórica, lo que sería positivo en varios aspectos: en la reducción de colesterol y peso de la población y en una menor incidencia de patología cardiovascular y metabólica (diabetes tipo 2). Sin embargo, la sustitución de la grasa saturada se llevó a cabo sobre todo mediante azúcares simples, mayoritariamente por jarabe de maíz, bajo el amparo de que debía incrementarse el consumo de carbohidratos y que este aporte suponía una disponibilidad energética inmediata. El resultado no pudo ser más desastroso: los casos de sobrepeso, obesidad, diabetes tipo 2 y mortalidad cardiovascular, que venían incrementándose desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando aumentó la aportación de azúcares simples a base de bollos, snacks dulces, pastelería y cereales azucarados, se dispararon causando una verdadera epidemia nacional (Gross et al., 2008),esto se propagó a nivel mundial a medida que otros países iban adoptando patrones de consumo alimentario semejantes a los de EE.UU.

Ante esta realidad, se abolió el exilio forzoso al que habían sido sometidas las grasas, pero solo se amnistió a un grupo muy concreto: las grasas poliinsaturadas. De pronto, los supermercados y cadenas de alimentación se vieron inundadas por productos enriquecidos o ricos en ácidos grasos omega como la panacea al problema. Había llegado la era de los alimentos funcionales y la suplementación libre con nutracéuticos para la población general.

Sin embargo, los resultados que los datos epidemiológicos arrojaron sobre la salud de la población no eran los esperados por este estilo de vida más «sano´´. El incremento de ácidos grasos omega no causó una reducción de la patología cardiovascular ni de la obesidad o diabetes tipo 2 (Mozaffarian et al., 2010; Ramsden et al., 2010). La mayoría de alimentos habían sido enriquecidos con aceites vegetales que poseían una mayor proporción de omega 6 que omega 3, causando una sobreingesta de ácidos grasos poliinsaturados fácilmente oxidables y proinflamatorios, que se acentúa si no se incrementa el consumo de otros antioxidantes como las vitaminas E, C y betacarotenos. Las consecuencias del abuso de grasas poliinsaturadas fueron un aumento de las muertes de causa cardiovascular, mayor incidencia en cáncer de mama, próstata y un estado proinflamatorio y protrombótico incrementado (Murff et al., 2011; Ritch et al., 2007; Williams et al., 2011).

Esto se debe a que los ácidos grasos omega abarcan en realidad a los grupos omega 3, 6 y 9. La familia de los omega 3 incluye a seis ácidos grasos poliinsaturados diferentes, de los cuales los más conocidos son el ácido docosahexaenoico (DHA) y el ácido eicosapentaenoico (EPA). Tanto estos dos como el resto derivan del ácido alfa-linolénico, un ácido graso esencial. Fuentes ricas en omega 3 son pescados como el salmón o la sardina, así como las nueces o el aceite de lino y las semillas de calabaza.

Los omega 6 constituyen un grupo de nueve ácidos grasos poliinsaturados, de los cuales solo el ácido linoleico es esencial. Sus funciones biológicas incluyen la formación de prostaglandinas, fundamentales para la coagulación e inflamación normal. Es el exceso de omega 6 lo que resulta perjudicial, no su ingesta en base a las necesidades del organismo. Fuentes dietéticas de omega 6 son la mayoría de aceites vegetales (salvo el de oliva, coco, palma y palmiste) y el aguacate.

Los omega 9 son un grupo de cinco ácidos grasos más heterogéneo, que incluye tanto moléculas monoinsaturadas como poliinsaturadas. El ácido graso más conocido es el ácido oleico. Ninguno de ellos es esencial, dado que el organismo puede sintetizarlos a partir de los ácidos grasos esenciales omega 3 y 6 citados anteriormente. La fuente alimentaria más representativa de omega 9, en particular de ácido oleico, es el aceite de oliva.

Respecto al consumo de ácidos grasos omega 3 y omega 6, lo adecuado es mantener un ratio inferior a 1:3 (omega 3: omega 6). Las dietas para la población general que se promovieron suponían ratios superiores a 1:10, alimentos enriquecidos en dichos omega y suplementos nutricionales aparte. Esto es un importante factor de riesgo para la patología cardiovascular, cáncer y procesos inflamatorios crónicos, todo ello cuantificable mediante marcadores bioquímicos expuestos posteriormente en este texto.

Ante estas evidencias, las investigaciones se encaminaron a descubrir las causas de este fracaso en las políticas de Salud Pública para encontrar la verdad.

La verdad

Empezando por el origen, el ocultamiento de información por parte de Keys se reveló como fundamental para guiar a las Autoridades Sanitarias a las nuevas políticas alimentarias para la población general. En diversas investigaciones, se evaluó una dieta baja en grasas saturadas (<10%) y otra muy baja en carbohidratos (<12%), siendo ambas de un aporte calórico total de 1.500 calorías. La dieta baja en carbohidratos mejoró mucho más el perfil bioquímico (Forsythe et al., 2008; Volek et al., 2008) de los pacientes sometidos a dicha dieta, lo que se concretó en:

  • Mejora de la dislipemia (reducción de triglicéridos, ApoB y del número de partículas c-LDL pequeñas y densas e incremento de c-HDL )

  • Reducción ratio Apo B/Apo A-1

  • Reducción de la insulinorresistencia

  • Reducción del estado inflamatorio (factor de necrosis tumoral α, IL6, IL8, proteína quimiotáctica de monocitos, selectina E, molécula de adhesión intracelular)

  • Reducción de marcadores trombogénicos (inhibidor 1 del gen de activador de plasminógeno,)

  • Reducción mayor de la obesidad abdominal

Sin embargo, todos estos parámetros se vieron empeorados con las dietas bajas en grasas y altas en carbohidratos, lo que supone un incremento del riesgo aterogénico y cardiovascular. En general, las dietas altas en carbohidratos, pueden reducir algo el c-LDL, pero incrementan el número partículas de c-LDL pequeñas y densas, así como la ApoB y los triglicéridos, reduciendo el c-HDL (Dreon et al., 1998; Tribble et al., 1992).

En vista de los citados problemas, las dietas para el público en general giraron hacia el consumo de ácidos grasos poliinsaturados tipo omega. Sin embargo, el incremento en el consumo de omega 6, sin aumentar la fracción omega 3 aumentó el riesgo de muerte de causa cardiovascular, como demostraron numerosos estudios realizados (Mozaffarian et al., 2010; Ramsden et al., 2010). También se objetivó un aumento del riego de cáncer de próstata y mama (Murff et al., 2011; Ritch et al., 2007; Williams et al., 2011). Entre las causas que provocan un mayor riesgo de cáncer por exceso de omega 6 se postula su efecto inmunosupresor, incremento en la oxidación de c-LDL y reducción del c-HDL. Por tanto, la solución a la reducción del riesgo cardiovascular no pasaba por sustituir las grasas saturadas ni por carbohidratos ni por ácidos grasos poliinsaturados omega 6.

El golpe de gracia a las dietas basadas en una baja ingesta de grasas como prevención primaria de eventos cardiovasculares la dio el estudio PREDIMED (Estruch et al., 2013), donde se comparó una dieta mediterránea con una dieta baja en grasas. Respecto a la prevención secundaria (sujetos que ya han sufrido un evento cardiovascular), en el Lyon Diet Heart Study (de Lorgeril et al., 1999) el resultado fue el mismo al comparar una dieta normal con otra baja en grasas. En ninguno de los citados estudios se justificó científicamente una dieta baja en grasas.

Por tanto, como conclusión a todo lo expuesto, no existen razones para promover una dieta baja en grasas saturadas ni en pacientes de riesgo a los que queremos proteger de eventos cardiovasculares ni en aquellos en los que ya han sufrido alguna cardiopatía. Lo prudente en todos estos casos es balancear una dieta normocalórica (o hipocalórica si el paciente tiene sobrepeso u obesidad), restringiendo los carbohidratos simples y grasas trans, vigilar los aportes de omega 6 por alimentos o suplementos e incluir suficientes ácidos grasos omega 3 y omega 9, así como antioxidantes como las vitaminas C, E, betacarotenos y minerales selenio y zinc (dentro de las cantidades diarias recomendadas) para minimizar el riesgo de eventos cardiovasculares y otras patologías.

Antonio Alfonso García

Graduado en Farmacia

Graduado en Nutrición Humana y Dietética

Máster en Calidad y Seguridad Alimentaria

Bibiografía

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